Había
pasado algunas noches, o tal vez solo fue una, cuando me encontré de nuevo
frente a la última puerta. Esta vez vi que a mi izquierda había un gran
ventanal.
A través de sus sucios vidrios pude
distinguir el contorno de los árboles más cercanos y una pequeña construcción.
Supuse que era la casa de los vecinos y la distorsión del vidrio la hacía ver
mucho más cerca o era una extensión de la nuestra. No me atrevía a salir a
averiguarlo.
De pronto me encontré tratando de
adivinar siluetas humanas afuera y, sin saber si realmente estaba detrás de mí,
volví a preguntar.
-Mami,
¿quién vive ahí? – y señalé la puerta sin volverla a ver.
-La chiquita, la hija de los vecinos. – contestó
a mis espaldas y luego desapareció entre las sombras.
Dejé la ventana y caminé hacia la puerta.
Estaba cerrada con un candado, era grande pero unas seis décadas más joven que
la aldaba que cerraba.
Cuando intenté tocarlo, una sombra apareció
justo al lado de mi cabeza desde el otro lado de la ventana. Mis nervios no soportaron
la sorpresa y tiraron mi cuerpo contra la pared contraria. Desde el suelo, mis ojos se fijaron en la ventana tratando de adivinar los detalles de aquel rostro.
La
única vía de acceso al pueblo era un camino de lastre que le tomaba a un auto
de doble tracción seis horas en completar desde la conexión con la carretera
principal.
Mi familia y yo tardamos cuatro más
en llegar a ese punto desde la ciudad y ya no nos quedaban fuerzas para sonreír
cuando pudimos descargar las cosas del auto y entrar a la casa que nos habían
prestado para pasar las siguientes dos semanas. Habíamos decidido tener unas
vacaciones distintas y aquella parecía una alternativa perfecta.
No había acceso aéreo porque el
bosque circundante era demasiado denso, la lluvia caía casi invisible pero
constante y el aire era frío y nostálgico. La nuestra era una de las seis casas
que componían la comunidad, los vecinos más cercanos estaban a poco más 100
metros y al medio día apenas veíamos las luces de las ventanas a través de la
neblina.
No había electricidad ni agua
corriente y las otras cuatro casas estaban ocultas entre los árboles. Estábamos
prácticamente solos.
La casa era enorme y de madera y fue
construida hace más de 120 años. Las once habitaciones estaban repartidas de
manera laberíntica y el orden de las salas de estar, la cocina, el comedor y
otras zonas comunes era tan improbable como inútil.
Los seis hablábamos en susurros para
proteger la antigua paz que reinaba aquel lugar secreto y en pocas horas nos
acostumbramos a no decir nada. El tiempo empezó a pasar más lento y yo me perdí
entre pasillos, puertas y ventanas.
Un par de horas después de que se
apagara el exiguo sol llegué a la última puerta del último pasillo. Como si
hubiera estado ahí todo el tiempo, el perfil de mi madre se dibujaba entre las
sombras.
-Mami,
¿quién vive ahí? – pregunté casi telepáticamente para no romper el silencio.
-La chiquita.
– contestó ella con naturalidad. Y se
fue.
Cuando
salgo de madrugada de mi casa para ir al trabajo, me encuentro, al Este, con
varios picos imponentes que miran hacia el Valle Central. Son las mismas
montañas que están en el fondo de innumerables recuerdos infantiles y adolescentes.
A veces las nubes caen rendidas
sobre los picos y parece una avalancha de algodón, otras veces el cielo
despegado deja ver algunas estrellas y la individualidad de los árboles más
altos de la cima, y un día hasta vi cómo amanecíamos con nubes rosadas. Pero
pase lo que pase sobre ellas, las montañas me miran con la misma cara, desde la
misma distancia y la misma altura. Siempre.
Pero ya sé que la palabra “siempre” no
significa nada y juro que esas montañas un día van a desaparecer. Hoy hace cuatro
años mi concepción de la estabilidad cambió otra vez. Llegó de un solo golpe,
justo después de despertar en plena madrugada.
Me costó despertar, lo admito, la súbita
aparición de mis hermanos en mi cuarto (que vivían a más de 100km de distancia)
no logró arrancarme de la cama hasta que alguien empezó a murmurar con aquel
tono de tragedia.
Abrí los ojos.
Al otro lado de la habitación estaba mi
hermana viéndome a la cara esperando que la mirara.
-¿Cómo
está abuela? – susurré.
La respuesta no fue pronunciada pero el frío
movimiento en sus labios me la dieron: el mundo de papi había perdido los
frenos.
¿Dónde
está mi papá?
Una mujer pequeñita había migrado hacia la
ciudad en busca de una mejor vida para sus hijos. Luchadora, emprendedora y
nadando siempre contra la corriente.
Un hombre grande había vuelto a la ciudad en
busca de sus orígenes después de trabajar en cuanto oficio no calificado
hubiera en todas las provincias del país. Estaba en su casa, en su barrio, en
su tierra. Luchador, emprendedor y nadando siempre contra la corriente.
Aquella minúscula mujer tenía un corazón
enorme y aquel hombre de acero tenía ideas enormes. Se conocieron, se casaron y
adoptaron a mi papá.
El
desayuno de los niños, las llamadas a los familiares, los horarios de los eventos,
la cancelación de los planes de todos, llamar a los trabajos, mudarnos,
meternos al auto, llegar.
El 92% de los presentes en la vela eran
desconocidos. ¿Quiénes son estos?, ¿quién era mi abuela?... ¡¿dónde está mi papá?!
Y entonces lo vi. El mundo se detuvo en
seco, se apagaron las luces y la verdad me pegó en la cara como un puñetazo:
Mi papá estaba llorando.
EL PÁNICO
El pánico me puso una sonrisa en el rostro y
se escondió detrás de mi obsesión por ordenar el caos. Pasé horas fingiendo que
recordaba a medio mundo cuando me saludaban, hablando con el abuelo tratando de
que no rompiera en llanto, intentando que papi comiera algo y tratando de
entender en qué parte de mi vida había descuidado la relación con abuela.
No tenía idea de lo que pasaba entonces por
la cabeza de mi papá. No quería saberlo, no todavía.
Cuando los segundos no lograban alcanzar en
número a las lágrimas de mi papá logré sacar a mi hermano del salón para
manejara, luego convencí a mis abuelos maternos para que nos llevaran a su casa
a comer y una vez ahí convencí a mis hermanos para que comieran.
Esos pequeños triunfos me mantuvieron al
margen de lo que sucedía hasta el día siguiente. Cuando llegamos, después de
carreras matutinas y sin saber el paradero de nuestros padres, lo vi otra vez.
No era el mismo.
El papá de mi infancia y adolescencia no
había llegado al entierro, ese era otro. Ese, en vez de ser invencible, estaba
sentado en primera fila, viendo lo que se le iba, intentando sobrevivir.
En los entierros la gente camina
como estúpida detrás del ataúd hasta el cementerio procurando que les de cáncer
de piel, aún no entiendo porqué la gente exhibe sus eventos más tristes. Este
entierro no fue la excepción y ahí íbamos, cuesta arriba.
Papi también caminó, siempre al
frente con sus hermanos, y nosotros íbamos atrás, asustados y escondidos entre
la muchedumbre, vigilándolo. ¿Dónde está mi papá?
Después de tantas ceremonias y
silencios prolongados, la parte más difícil de la despedida llegó. La abuela
era colocada en su última cama para siempre, las hermanas se despedían con un
leve roce de sus manos sobre el ataúd y los niños colocaban flores.
Papi estaba siempre a su lado,
llorando. Y luego mi hermano mayor lloró y luego los demás lloraron y yo me
quedé atrás sin saber cómo llorar. ¿Dónde putas está mi papá?
MI PAPÁ
Dos
de los eventos más difíciles en la historia de mi papá han impulsado mejorías
inmensurables en nuestra relación. Este fue uno de ellos.
Cuando la tumba estaba sellada y la
mayoría de la gente se había ido me acerqué a él. Parecía que había vuelto a
este mundo y me hablaba. Me dijo cuán buena era su madre y cuánto la iba a
extrañar. Creo que desde que nací no habíamos permanecido abrazados por tanto
rato.
Y luego, de nuevo, me cambió la vida:
-No
nos va a pasar lo mismo, Marquito, desde hoy vamos a tener una mejor relación.
Y así es como ahora tengo una montaña más
alta que antes. Y sí, es una montaña que llora.
Mi papá, mis hermanos y yo nos conocimos otra
vez, nos abrazamos cada vez que podemos y nos recordamos cuánto nos queremos.
Es increíble la magnitud de lo positivo que puede resultar de un evento tan
devastador.
Ese día la vida despedazó a mi papá y lo dejó
tirado sobre sus propios huesos rotos. Pero papi se levantó, se volvió a armar,
aprendió la mayor lección de su vida y la puso en práctica de inmediato.
Cuatro años después mis ojos finalmente se
humedecen de agradecimiento a aquella extraordinaria mujer que educó a mi papá
y que de alguna manera me lo volvió a regalar, sano, valiente, invencible y mío.
Mío para siempre.