***Soñando en la noche entre 12
y 13 de marzo del 2014***
Cuando me acosté a dormir me
coloqué como siempre, de espaldas, con los brazos y las piernas estiradas y
mirando hacia arriba. No hubo pensamientos ni vueltas de almohada, caí
inmediatamente.
Las luces de las cámaras me
encandilaban un poco pero yo mantenía la sonrisa. Era uno de los invitados
internacionales para un programa de televisión en un país pequeño, casi
desconocido y muy, muy frío.
Cuando salí de las grabaciones, me llevaron a los
apartamentos que ocupábamos los invitados. Todo era muy sobrio, apenas lo
necesario y no había decoración. Cada barrio de la ciudad tenía una plaza
central. Me habían advertido de no salir, decir, hacer o no hacer nada si no se
me indicaba. Así que permanecí en mi habitación en silencio durante horas.
Cuando decidí salir, bajé las solitarias escaleras para
comprar algo en la tienda del primer piso. Todas las puertas de todos los
edificios de la ciudad están custodiadas. Una señora con una sola expresión
abrió el portón sin dejar de verme con severidad a los ojos. Cuando crucé y vi que
las personas que estaban en la tienda estaban detenidas en sus lugares, mirando
el suelo como congeladas por un conjuro, recordé que había dejado mi
identificación arriba. Percibí temor en aquellas figuras cabizbajas y se me
erizó la piel.
Me devolví y le dije en un susurro y con una sonrisa a la
señora de la entrada que ya volvía porque debía subir para traer mi
identificación. Ella abrió el portón de nuevo y sin cambiar de expresión
contestó:
-
No lo
esperábamos hoy – apenas crucé el portón, dos guardas grandes me tomaron por los
brazos y me llevaron a la salida trasera del edificio.
Entramos a una bodega y me dejaron de pie al
fondo, abrieron una puerta y me dejaron ver la plaza central. Una vez ahí me
dijeron que para haberme permitido la entrada al país, me habían casado
civilmente con una nacional, justamente mi compañera en la producción
televisiva en la que trabajaba.
-
Solo podrá
moverse de acá cuando su esposa lo encuentre. No será notificada. – y salieron.
En ese país
no existían los teléfonos y la opresión de la autoridad era tan fuerte que
nadie se atrevía a ayudar a otro sin temer por su vida. Y los guardas
procuraron hacérmelo entender. Yo ya sabía que se aplicaban medidas extremas de
tortura a la población pero jamás pensé que llegaría a presenciarlas tan rápido
ni tan cerca y mucho menos ser amenazado o incluso víctima de ellas.
Solamente el
marco de la puerta me separaba de la plaza central, ahora convertida en un
verdadero sembradío de manos humanas.
A todas las
personas que encontraban culpables de desorden o alguna falta, las enterraron vivos
de pie y solamente dejaron visibles sus manos como evidencia, advertencia y
para determinar cuándo morían. Algunas todavía se movían. El par de manos más
cercano a mis pies movía los dedos con desesperación. No pasó mucho tiempo y ya
yacían muertas contra la tierra.
Desesperé,
pasaron horas, empezó a oscurecer y la temperatura bajó muchísimo. Mis
párpados, acostumbrados a cerrarse cuando debían, pesaban como ladrillos y
empecé a marearme. En un instante quedé dormido de pie y cuando desperté moví
una pierna de su lugar para evitar caerme.
Volví a mi
lugar de inmediato pero ya mi respiración se había acelerado, me di por muerto,
escuchaba palas abriendo agujeros en la fría y violada tierra de la plaza. Luego
voces y luego, pasos detrás de mí.
Era mi
esposa, me susurraba algo en su idioma, me miró con temor, sabía que rescataba
a un extraño imprudente y que eso podría costarle más que la vida. Dudé pero
ella me llamó con las manos, un guarda apareció en la puerta con un arma en las
manos y me miró fijamente a los ojos. Ella insistió con una mirada de
desesperación. La seguí y subimos a la casa temblando de miedo.
El subconsciente
me llevó en un parpadeo al salón principal de mi universidad en mi país natal. Narraba
mis experiencias y lloraba al frente de una multitud atónita. Lloraba y gemía y
solo recibía miradas cargadas de lástima y resignación.
Cuando vi a
mi mamá, me tiré al suelo y le rogué con los ojos llenos de lágrimas que no me
llevara de vuelta. Ella sonrió con tristeza y me dijo:
-
Es cierto,
usted solo ha vivido muy poco tiempo allá. No ha experimentado un regreso… es
bonito, nos hacen lindas recepciones.
El eco de
sus terribles palabras resonaba sobre el motor del auto que ya subía hacia el
hospital de migración. Todos pasábamos por meticulosos registros corporales
antes de entrar al país.
Traté de
tranquilizarme y respirar con naturalidad. Miré a los ojos a mis compañeros de
auto, todos eran extraños y todas sus miradas gritaban lo mismo: miedo.
Bajé la
ventana y dejé que la nieve se colara en el auto, cerré los ojos, suspiré y les
dije:
-
Me encanta
este clima.
Nos recibieron
con bandejas de frutas oscuras y de mal aspecto, dos campesinas cabizbajas nos
servían.
Cuando pasamos las revisiones salimos por un
gran almacén donde se recuperaban las maletas después de la inspección. El régimen
había traído a mi mamá, mi padrastro y mi hermana a vivir en el país para
mantenerme controlado.
Mi padrastro trataba de cargar una gran manguera
que debía llevar hasta la casa que habitaban pero chocó contra un guarda y
provocó que una carga líquida se derramara sobre los dos. El líquido ensució a
mi mamá y a mi hermana. De inmediato, todos los viajeros nos quedamos quietos
con las cabezas agachadas mientras los guardas emprendían contra él.
Fue entonces cuando tuve que tomar la decisión
más fría de toda la experiencia. Los demás viajeros entendimos que ya podíamos
movernos y que no debíamos hacer el menor ruido y salir lo antes posible. Entendí
de inmediato que todos los que se relacionaran con los culpables del desorden
público serían apresados.
Empecé a caminar, ignorando el desorden, hasta
llegar al lado de mi hermana que me imitó al instante. Le dije, más con la
mente que con un susurro, que se sacudiera la blusa y disimulara. Lo hizo,
caminé adelante suyo como si fuera solo y ella me siguió. Entramos al país otra
vez.
Yo seguía viviendo con mi esposa, mi hermana vivía
con mi mamá. No supimos qué pasó con el padrastro. Las visité un día en la
villa en el campo en el que las situaron.
Mi mamá me explicó la rutina. Debían ir a comer
frutas cultivadas por las mujeres de la localidad en la mañana, en la tarde
debían todos asistir a tomar el té en la plaza central, caminando entre las
manos que salían de la tierra, y por la noche vendría la policía, como todos
los días, a revisar que en la casa todo estuviera bien y si era así,
repartirían la cena.
Era invierno y debíamos soportar el viento
helado sin quejas ni palabras. Cuando volvimos a la casa, mi mamá me explicó
cómo debía comportarme cuando llegara la policía: debía hacer algo que ocupara
mi atención y desaparecer en eso. Los policías pasarían a mi lado, registrarían
todo, harían lo que quisieran y yo debía permanecer ajeno a todo. “Incluso si
nos llevan”, me dijo, “debe seguir en lo suyo”.
Me puso a lavar los platos. Miraba el agua caer
sobre las cucharas sucias y hasta debía colocarlas en el orden que el régimen
había establecido.
Los guardas entraron directo a la habitación del
fondo, la única, donde estaba mi hermana. Mis manos temblaban y mi mamá detrás
de mí me miraba fijamente para prevenir que cometiera una imprudencia. Los guardas
salieron de inmediato y se dirigieron al televisor en la sala, revisaron que no
se hubiera apagado últimamente, que la recepción del único canal (del régimen)
estuviera bien y le subieron el volumen. Dejaron las cenas y salieron.
Seis horas después de haberme acostado, mi
cabeza, mis manos y mis piernas continuaban en la misma posición. Abrí los ojos
y respiré suavecito, para no hacer escándalos imprudentes. La tristeza y el
miedo no me dejaban liberar el suspiro que tenía atrapado en el pecho.
Parpadeé despacio. Algunos segundos después
comprendí que estaba en mi cama, en Costa Rica, en la vida real, moví la cabeza
hacia la derecha muy lentamente y vi el celular a mi lado. Tenía miedo, todavía
tenía mucho miedo. Podía ver las manos apenas saliendo del horroroso entierro,
las personas mudas tomando té bajo una nevada y la guarda que me mandó a
castigar.
Tenía miedo y el suspiro también se negaba a
salir. Poco a poco me fui despertando y me convencí de que estaba a salvo. Volqué
mi cuerpo completo hacia la derecha y me puse en posición fetal, lo hice
despacio y casi en silencio. Lo hice solo para convencerme de que no me iban a
hacer nada, de que estaba vivo y era libre.
Cuando la alarma del celular empezó a sonar, la
apagué y finalmente suspiré.
***Soñando en la noche entre 12
y 13 de marzo del 2014***