jueves, 14 de marzo de 2013

Europa 2013 - Capítulo I: Roma, Italia


Roma alternativa
Roma está llena de sorpresas. Sus calles son junglas de vehículos sin control; sus aceras, pistas de atletismo; y sus principales atracciones turísticas, mares de gente.

              Pero más allá de sus bellísimos e importantes monumentos, esconde un estilo de vida completamente inesperado. Hace 21 años, un grupo de anarquistas decidió ocupar una propiedad y vivir en ella a su manera. Desde entonces, aquel lugar ha sido el epicentro de movimientos sociales, punto de reunión para compartir información y celebrar sus victorias.
            En su vigésimo primer aniversario de ocupación, llevaron bandas de punk, litros de cerveza y ollas gigantes de comida vegetariana. Cientos de personas llegaron a saltar y ver caras conocidas, abrazar recuerdos y brindar por su emocionante pasado.
            Y ahí estaba yo, leyendo paredes cubiertas de afiches de las incontables luchas sociales que apoyaron y promovieron durante más de dos décadas, hablando con italianos que habían viajado desde España para unirse a aquella celebración, la muchacha de la tienda de tatuajes que había conocido horas antes en una interesante coincidencia y mis romanos favoritos.
            Los anarquistas también habían tomado una fortaleza militar y la habían convertido en un gran centro de reunión para las diferentes escenas alternativas de la ciudad. Con un gran salón para conciertos, cafés, bares, plazas para festivales, salones para distintas actividades y enormes corredores, aquella construcción albergaría a más de mil personas la noche del sábado en la que me enfiesté ahí.
            Mi anfitriona Giorgia, su mejor amigo Giancarlo, su compañera de apartamento, Lisa (berlinesa, por cierto), y yo, terminamos nuestro largo y turístico sábado en un oscuro bar dentro de la fortaleza, hablando segundas y terceras lenguas y conversando de cuanta cosa se le ocurriera al shot de Jagger o al vaso de cerveza…
            Naturalmente, a Roma hay que comérsela, y tuve el placer de probar el café con helado de avellanas y crema, una pasta con calabazas, mozzarella y parmesano cocinada por Giorgia, pizza con brócoli, un arroz con salsas de vegetales hecho por Giancarlo, vino, mozzarella de búfala y pan fresco con aceite de oliva casero como entrada, y postres de crema y fresas en un desayuno sabatino.
            Mis romanos favoritos (una berlinesa, un napolitano y una romana nativa), dedicaron su sábado a caminar conmigo por la ciudad y mostrarme los principales puntos turísticos y sus lugares favoritos.
            Así fue como pasé por los maravillosos vericuetos medievales que aún sirven de atajos para los que los conocen. Son estrechísimos caminos adoquinados entre viejos edificios que parecen estar a punto de tocarse en la parte más alta. Mis maravillosos guías supieron evitar de la mejor manera las excesivas aglomeraciones de turistas y me mostraron una Roma casi desconocida para el extranjero.
            Aún así pasamos por la increíble Fontana de Trevi, el imponente Panteón y las históricas plazas Navona y el Campo di’ Fiori. También caminamos por Piazza Venezia, el Gueto de Roma y hasta el parque de los gatos. Y por innumerables calles secundarias donde se siguen escondiendo el arte y la historia.
             Durante los últimos dos días me dediqué a explorar el Vaticano y a aventurarme por Roma sin más compañía que mi mapa, mis colochos y mis dos palabras favoritas en italiano: grazie y scusa.
           


El Vaticano
            Durante los domingos y los días festivos, el bus 180 llega a las inmediaciones de la Plaza de San Pedro y yo llegué en él el domingo 27 de enero del 2013.
            Muy pronto fui arrastrado por la corriente de cientos de turistas que parecían avanzar atraídos por el gran imán vaticano. A la izquierda, cuadras enteras con tiendas de souvenirs, y a la derecha, entre la calle y la muralla de la Ciudad del Vaticano, cuadras enteras con inmigrantes africanos gritando los precios de los souvenirs que les guindaban de todo el cuerpo.
            Al final de la larga calle, me detuve y respiré una vez más antes de dar el paso que me sacaba de Roma. Gran parte de mi vida la he pasado leyendo, y con los años desarrollé un favoritismo por la novela histórica. Así que he estado decenas de veces en El Vaticano pero nunca en la vida real. Aquella visita tenía que suceder.
            Entré.
            Todavía había Papa para entonces y estaba en una ventana dirigiéndose a las miles de gritonas almas que estaban reunidas en la Plaza de San Pedro. Aproveché que la entrada a la Basílica estaba un poco despejada, pasé por los filtros de seguridad y entré.
            El guarda de la entrada pudo haber creído que el católico más emocional había entrado por fin a la Basílica. En mi expresión se podía leer conmoción y alegría, y mi impresión fue tan fuerte que casi lloro. Ese edificio es imposible. Cada escultura, cada columna, el infinito techo a cielos de altura y los rayos de luz que atraviesan las perfectas ventanas hacen que sea mágico.
            Dediqué horas para explorarla. Cada monumento, capilla, escultura, inscripción y ventanal merece un momento de admiración, los artistas que dedicaron su obra a aquella causa sabían que su legado iba a ser preservado y ahora son inmortales. Presenciar esas piezas es un privilegio que aturde.
            Y luego me perdí. Dos, o tal vez tres, horas de caminar, caminar, caminar y caminar. Debía encontrar el bus 180 de nuevo pero me cambiaron las calles de posición, lo juro.
            Mi frustración llegó a tal punto que caminé de vuelta hasta la Plaza de San Pedro y lo volví a intentar. Caminé, caminé, caminé y caminé y cuando acepté que me había perdido otra vez, volví a San Pedro.
            Y lo volví a intentar, pero antes me acerqué a la oficina de turismo y pedí ayuda. Un italiano encantador me tranquilizó con alguna broma en un español acentuado, tomó mi mapa y marcó dos simples líneas. Camine recto, doble a la derecha y camine recto. Sencillo. Luego me regaló de nuevo una sonrisa estúpidamente hermosa y me deseó suerte.
Llegué. Esa era la primera noche en Roma en la que no salía a ninguna fiesta y que dormía en casa de Giorgia. Finalmente tuvimos el tiempo para compartir culturas, historias y vidas. Lamentablemente, esa noche era también la despedida. Al día siguiente yo ya me habría ido cuando ella regresara del trabajo.
            De pie, en media sala, nos despedimos. Un par de gracias volaron desde un lado y un “buena suerte” desde el otro. Dos sonrisas quedaron en el aire, tratando de sellar un adiós que llegó más pronto de lo esperado.
            Con mi copia de la llave, pude salir y entrar durante el lunes. Como mi viaje era de noche, pude volver al Vaticano y terminar lo que había empezado el día anterior. Pero ese día lo dediqué exclusivamente a los museos. Y aquí es donde me quedo sin adjetivos.
            Desde que tengo memoria, mi abuelo paterno se dedicó a llevarme junto a mis hermanos a todos los museos del país, así que desde hace un par de décadas desarrollé cierta afinidad por ellos. Amo el silencio de sus salas y la exposición de la historia desnuda frente a mis ojos, las representaciones del cómo y qué hubo dónde y cuándo, el aprendizaje y los susurros de asombro atrapados por el eco.
Los Museos del Vaticano están repletos de joyas históricas y artísticas. Desde enormes y antiguas alfombras con representaciones bíblicas hasta mapas dibujados en la edad media, hay también esculturas con cientos de años y acabados brillantes, pinturas y retratos igual de viejos que parecen fotografías, y durante el recorrido uno pasa frente a las puertas de los apartamentos de viejos Papas y grandes artistas, y bajo techos de exquisita decoración.
            Al final del recorrido uno puede entrar a la Capilla Sixtina, famosísima por el fresco de Miguel Ángel y por ser la sede del cónclave donde se eligen los Papas. El peso histórico de aquella habitación es incalculable, la importancia religiosa es inmensa y el tesoro artístico ahí guardado es invaluable.
            Sin embargo, aquello era más una piscina de humanos que una capilla sagrada. El estruendo del turismo era ensordecedor y a veces cortado por vulgares gritos de los guardas que desde el altar señalaban hacia la muchedumbre y volvían a advertir: “!No foto!, ¡no foto!”
Apreciar aquellos 1100 metros cuadrados de pintura pesa en las vértebras del cuello pero vale la pena el sufrimiento. Me hubiera gustado quedarme más y poder grabar en mi memoria aquellos detalles pero la gente seguía entrando por montones, los flashes seguían iluminando el irrespeto y los gritos de los guardas terminaron de convencerme. Escapé de la locura turística.
            Desde algún balcón bebí la imagen de la cúpula de la Basílica y de los jardines del Vaticano. Fríos espacios solitarios y vacíos que en pleno invierno ayudaban a pensar que nada podía pasarle a aquel pequeñísimo pedacito de tierra.
Solo catorce días después, Benedicto XVI anunció su renuncia. Scusa, juro que no quise provocar una crisis. Ciao.



Saliendo de Italia
Llegué al apartamento de Giorgia en pánico. No sabía llegar a la parada de buses de Tiburtina. Utilicé algún encantamiento para que todas mis cosas volvieran a entrar a la mochila, me la puse y me tiré al vacío de la incertidumbre.
Afortunadamente, una africana que hablaba francés me presentó a unos colombianos que levantaron las cenas en silencio cuando me vieron a su lado. Después de la impresión, me guiaron perfectamente bien.
Agitado pero feliz de haberlo logrado, preparé mi asiento para el viaje en bus más largo de toda mi vida. Seleccioné la música que quería escuchar y al ponerme los audífonos entendí lo que pasaba.
            La sonrisa desapareció y dejé de parpadear. Una leve llovizna acariciaba la ventana y apenas podía ver las luces de la ciudad al alejarse. Me iba de Roma y esa noche saldría de Italia.
            La intensidad con la que Roma y yo nos conocimos fue suficiente para que se humedecieran mis ojos con violencia; ¿cómo se despide uno si no sabe si es por un tiempo o para siempre?



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Índice
Enlaces directos a cada capítulo del recorrido:


Introducción
Capítulo I: Roma, Italia
Capítulo IV: Berlín, Alemania
Capítulo V: Oslo, Noruega
Capítulo VI: ISFiT 2013 – Trondheim, Noruega
Capítulo VII: Neubrandenburg y Hamburgo, Alemania
Capítulo VIII: París, Francia
Capítulo IX: Ámsterdam, Holanda
Capítulo X: Regreso a casa y Conclusiones

The English version will be published at the same time in a separate note. [La versión en inglés será publicada al mismo tiempo en una nota separada.]

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