jueves, 13 de marzo de 2014

Entierros


***Soñando en la noche entre 12 y 13 de marzo del 2014***


Cuando me acosté a dormir me coloqué como siempre, de espaldas, con los brazos y las piernas estiradas y mirando hacia arriba. No hubo pensamientos ni vueltas de almohada, caí inmediatamente.

Las luces de las cámaras me encandilaban un poco pero yo mantenía la sonrisa. Era uno de los invitados internacionales para un programa de televisión en un país pequeño, casi desconocido y muy, muy frío.
            Cuando salí de las grabaciones, me llevaron a los apartamentos que ocupábamos los invitados. Todo era muy sobrio, apenas lo necesario y no había decoración. Cada barrio de la ciudad tenía una plaza central. Me habían advertido de no salir, decir, hacer o no hacer nada si no se me indicaba. Así que permanecí en mi habitación en silencio durante horas.
            Cuando decidí salir, bajé las solitarias escaleras para comprar algo en la tienda del primer piso. Todas las puertas de todos los edificios de la ciudad están custodiadas. Una señora con una sola expresión abrió el portón sin dejar de verme con severidad a los ojos. Cuando crucé y vi que las personas que estaban en la tienda estaban detenidas en sus lugares, mirando el suelo como congeladas por un conjuro, recordé que había dejado mi identificación arriba. Percibí temor en aquellas figuras cabizbajas y se me erizó la piel.
            Me devolví y le dije en un susurro y con una sonrisa a la señora de la entrada que ya volvía porque debía subir para traer mi identificación. Ella abrió el portón de nuevo y sin cambiar de expresión contestó:
-          No lo esperábamos hoy – apenas crucé el portón, dos guardas grandes me tomaron por los brazos y me llevaron a la salida trasera del edificio.
Entramos a una bodega y me dejaron de pie al fondo, abrieron una puerta y me dejaron ver la plaza central. Una vez ahí me dijeron que para haberme permitido la entrada al país, me habían casado civilmente con una nacional, justamente mi compañera en la producción televisiva en la que trabajaba.
-          Solo podrá moverse de acá cuando su esposa lo encuentre. No será notificada. – y salieron.

En ese país no existían los teléfonos y la opresión de la autoridad era tan fuerte que nadie se atrevía a ayudar a otro sin temer por su vida. Y los guardas procuraron hacérmelo entender. Yo ya sabía que se aplicaban medidas extremas de tortura a la población pero jamás pensé que llegaría a presenciarlas tan rápido ni tan cerca y mucho menos ser amenazado o incluso víctima de ellas.
Solamente el marco de la puerta me separaba de la plaza central, ahora convertida en un verdadero sembradío de manos humanas.
A todas las personas que encontraban culpables de desorden o alguna falta, las enterraron vivos de pie y solamente dejaron visibles sus manos como evidencia, advertencia y para determinar cuándo morían. Algunas todavía se movían. El par de manos más cercano a mis pies movía los dedos con desesperación. No pasó mucho tiempo y ya yacían muertas contra la tierra.
Desesperé, pasaron horas, empezó a oscurecer y la temperatura bajó muchísimo. Mis párpados, acostumbrados a cerrarse cuando debían, pesaban como ladrillos y empecé a marearme. En un instante quedé dormido de pie y cuando desperté moví una pierna de su lugar para evitar caerme.
Volví a mi lugar de inmediato pero ya mi respiración se había acelerado, me di por muerto, escuchaba palas abriendo agujeros en la fría y violada tierra de la plaza. Luego voces y luego, pasos detrás de mí.
Era mi esposa, me susurraba algo en su idioma, me miró con temor, sabía que rescataba a un extraño imprudente y que eso podría costarle más que la vida. Dudé pero ella me llamó con las manos, un guarda apareció en la puerta con un arma en las manos y me miró fijamente a los ojos. Ella insistió con una mirada de desesperación. La seguí y subimos a la casa temblando de miedo.
El subconsciente me llevó en un parpadeo al salón principal de mi universidad en mi país natal. Narraba mis experiencias y lloraba al frente de una multitud atónita. Lloraba y gemía y solo recibía miradas cargadas de lástima y resignación.
Cuando vi a mi mamá, me tiré al suelo y le rogué con los ojos llenos de lágrimas que no me llevara de vuelta. Ella sonrió con tristeza y me dijo:
-          Es cierto, usted solo ha vivido muy poco tiempo allá. No ha experimentado un regreso… es bonito, nos hacen lindas recepciones.

El eco de sus terribles palabras resonaba sobre el motor del auto que ya subía hacia el hospital de migración. Todos pasábamos por meticulosos registros corporales antes de entrar al país.
Traté de tranquilizarme y respirar con naturalidad. Miré a los ojos a mis compañeros de auto, todos eran extraños y todas sus miradas gritaban lo mismo: miedo.
Bajé la ventana y dejé que la nieve se colara en el auto, cerré los ojos, suspiré y les dije:
-          Me encanta este clima.

Nos recibieron con bandejas de frutas oscuras y de mal aspecto, dos campesinas cabizbajas nos servían.
Cuando pasamos las revisiones salimos por un gran almacén donde se recuperaban las maletas después de la inspección. El régimen había traído a mi mamá, mi padrastro y mi hermana a vivir en el país para mantenerme controlado.
Mi padrastro trataba de cargar una gran manguera que debía llevar hasta la casa que habitaban pero chocó contra un guarda y provocó que una carga líquida se derramara sobre los dos. El líquido ensució a mi mamá y a mi hermana. De inmediato, todos los viajeros nos quedamos quietos con las cabezas agachadas mientras los guardas emprendían contra él.
Fue entonces cuando tuve que tomar la decisión más fría de toda la experiencia. Los demás viajeros entendimos que ya podíamos movernos y que no debíamos hacer el menor ruido y salir lo antes posible. Entendí de inmediato que todos los que se relacionaran con los culpables del desorden público serían apresados.
Empecé a caminar, ignorando el desorden, hasta llegar al lado de mi hermana que me imitó al instante. Le dije, más con la mente que con un susurro, que se sacudiera la blusa y disimulara. Lo hizo, caminé adelante suyo como si fuera solo y ella me siguió. Entramos al país otra vez.
Yo seguía viviendo con mi esposa, mi hermana vivía con mi mamá. No supimos qué pasó con el padrastro. Las visité un día en la villa en el campo en el que las situaron.
Mi mamá me explicó la rutina. Debían ir a comer frutas cultivadas por las mujeres de la localidad en la mañana, en la tarde debían todos asistir a tomar el té en la plaza central, caminando entre las manos que salían de la tierra, y por la noche vendría la policía, como todos los días, a revisar que en la casa todo estuviera bien y si era así, repartirían la cena.
Era invierno y debíamos soportar el viento helado sin quejas ni palabras. Cuando volvimos a la casa, mi mamá me explicó cómo debía comportarme cuando llegara la policía: debía hacer algo que ocupara mi atención y desaparecer en eso. Los policías pasarían a mi lado, registrarían todo, harían lo que quisieran y yo debía permanecer ajeno a todo. “Incluso si nos llevan”, me dijo, “debe seguir en lo suyo”.
Me puso a lavar los platos. Miraba el agua caer sobre las cucharas sucias y hasta debía colocarlas en el orden que el régimen había establecido.
Los guardas entraron directo a la habitación del fondo, la única, donde estaba mi hermana. Mis manos temblaban y mi mamá detrás de mí me miraba fijamente para prevenir que cometiera una imprudencia. Los guardas salieron de inmediato y se dirigieron al televisor en la sala, revisaron que no se hubiera apagado últimamente, que la recepción del único canal (del régimen) estuviera bien y le subieron el volumen. Dejaron las cenas y salieron.

Seis horas después de haberme acostado, mi cabeza, mis manos y mis piernas continuaban en la misma posición. Abrí los ojos y respiré suavecito, para no hacer escándalos imprudentes. La tristeza y el miedo no me dejaban liberar el suspiro que tenía atrapado en el pecho.
Parpadeé despacio. Algunos segundos después comprendí que estaba en mi cama, en Costa Rica, en la vida real, moví la cabeza hacia la derecha muy lentamente y vi el celular a mi lado. Tenía miedo, todavía tenía mucho miedo. Podía ver las manos apenas saliendo del horroroso entierro, las personas mudas tomando té bajo una nevada y la guarda que me mandó a castigar.
Tenía miedo y el suspiro también se negaba a salir. Poco a poco me fui despertando y me convencí de que estaba a salvo. Volqué mi cuerpo completo hacia la derecha y me puse en posición fetal, lo hice despacio y casi en silencio. Lo hice solo para convencerme de que no me iban a hacer nada, de que estaba vivo y era libre.

Cuando la alarma del celular empezó a sonar, la apagué y finalmente suspiré.

***Soñando en la noche entre 12 y 13 de marzo del 2014***