lunes, 17 de octubre de 2011

Asalto en la heladería


Crónica.

Comiendo helados



Después de un cansado día en la oficina, y antes de volver a casa, Gonzalo lleva a su hija Ana a una heladería al lado del parque. No se ven desde el fin de semana anterior y es el único día en la semana que pueden aprovechar para estar solos.
            En la misma heladería esperan a Carla, hija de la novia de Gonzalo, para llevarla a su casa, donde él también vive.
            A las 8:10pm, aproximadamente, entraron al establecimiento, ella ordenó un batido de frutas, él, un postre más elaborado y tuvieron una conversación casual entre un padre y su hija.
            Ir a comer helado no parece ser una actividad muy peligrosa. Es más, salir a conversar de noche en las montañas del este de San José parece una muy buena idea para combatir el estrés.
Quince minutos después entran dos hombres con una mujer y piden tres helados. Mientras se los preparan, uno va a la puerta y otro anuncia a los presentes que es un asalto.
            Ni las cuatro décadas de Gonzalo de ser testigo de los cambios del mundo hacia una inseguridad palpable, ni los quince de Ana acostumbrada a ver violencia todos los días en los medios lograron convencerlos de que se encontraban en peligro.
Ambos creyeron que se trataba de una broma; luego, vieron el arma.
A los cuatro clientes los encerraron en el baño mientras vacían las cajas con la ayuda de las dos sollozantes dependientes. Luego, las llevan al baño.
Cuando los tienen reunidos, les piden a los demás que declaren qué llevan con ellos y que lo entreguen. Uno de ellos dijo no llevar nada.
Gonzalo, un paso al frente de su hija, sacó su celular y su billetera. Por un momento pensó en decir lo mismo.
¿Vale la pena arriesgar su integridad física, la de su hija o sus vidas por aquellos objetos?
Sí, se trabaja por ellos; y sí, es información valiosa la que se va, pero es su hija intacta detrás de él y su cuerpo sano lo que se queda. No vale la pena arriesgarse.
Él aún recuerda con temor lo que pasó después de que entregó las cosas: con un arma al frente de ellos, los asaltantes los registraron y confiscaron lo que aún guardaban. A continuación, los amenazan de muerte, cierran la puerta del baño y se van.

¿Salimos?

            Después de algunos minutos, uno de los clientes propone salir pero una de las dependientes se opone.
            Su temor no le es exclusivo. Muchos nos encerramos en nuestras casas por miedo y sabemos que aquí adentro tampoco es seguro. Una ventana o puerta mal cerrada o descuidada es suficiente para facilitar un ataque en casa.
            Da miedo salir de noche, dejar la casa sola y caminar o  manejar por sitios solitarios. Ahora, a otros les da miedo ir a comer helados, caminar por el parque, tomar un bus, ir a comprar ropa en las tiendas del centro o pan antes de llegar a la casa.
            Finalmente, uno de los clientes se atreve a salir y verificar que los asaltantes se hayan ido. En ese momento (8:34pm) le llega un mensaje de texto a la novia de Gonzalo, Marcela, desde un número desconocido que dice: “Guarde este mensaje.”
            Ella sabe que el celular de Gonzalo es un Samsung y que tiene activado un dispositivo de seguridad que envía un mensaje de texto a su celular si un chip no autorizado es introducido. Ella lo sabe porque hace cuatro meses pasó por lo mismo y entra en pánico.
            ¿Se ha convertido el mundo en un lugar tan propenso a la delincuencia que incluso se desarrolla tecnología para combatirla? Sí, y este no es el único ejemplo. Nuestra inseguridad se ha legitimado con productos hechos para ser utilizados justamente cuando nos roban, y nosotros pagamos por ello.
            La policía llega unos cinco minutos después. El oficial ha olvidado su libreta oficial en otra patrulla y utiliza papeles sueltos. Cada uno relata su versión y él les anuncia la conclusión de su labor: “Vayan al OIJ, buenas noches”.
            Marcela también sabe que Gonzalo viene hoy con la hija y que está esperando a la suya en esa heladería. Entre el miedo, la negación y la resignación toma el teléfono y llama a Gonzalo, a Ana e incluso a la heladería (tiene un vago recuerdo del momento en el que llamó al 1133 para solicitar el número),  ninguno responde.
            Luego, llama a su hija y le dice: “Carla, cuando pase por la heladería fíjese que nada raro esté pasando… No, mejor véngase en taxi”.
            Carla ve una patrulla parqueada junto al parque y a Gonzalo conversando con un policía, los alcanza y se van para la casa.
            Desde que Marcela leyó el mensaje por primera vez hasta que vio el auto acercarse, pasaron, al menos, 20 minutos. Ella los sintió como horas.
            De haber una cámara inteligente instalada entre esa heladería y la casa de Marcela, Gonzalo tendría una carga nueva encima. Lo primero que hace al llegar es correr al teléfono para cancelar todas las tarjetas y reportar el robo.

Después

Afortunadamente las tarjetas no habían sido utilizadas. En los próximos días tendrá que renovar su cédula, licencia, tarjetas, carnés y membresías y tendrá que comprar dos celulares.
            Al presentar su denuncia ante el OIJ se entera de que el dispositivo de su celular es bien conocido, le agradecen la información adicional y lo citan para que identifique a los delincuentes.
            Sin embargo, Gonzalo logra determinar el nombre del dueño del número del que fue enviado el mensaje de seguridad en Internet, lo encuentra en Facebook y, entre sus amigos, también a su compañero. Uno de ellos carga un bebé en la foto de perfil.
            En menos de 15 horas después del asalto, Gonzalo ya sabe el nombre de quien lo asaltó, dónde vive, amigo y padre de quién es y hasta lo que “le gusta”. Comparte la información con el OIJ y acepta esperar el “debido” tiempo que la burocracia impone.
            La experiencia de Gonzalo evidencia varias deficiencias en la seguridad ciudadana en Costa Rica: el mal uso a la tecnología, casi un regalo de los grandes fabricantes de teléfonos, la mala (a veces inútil) atención de la Fuerza Pública, la lentitud en los procesos judiciales y la incontenible sensación de inseguridad.
            A Gonzalo, Ana, Marcela, Carla, a los demás clientes de la heladería y a muchos otros les han robado más que celulares, iPods, dinero, ropa y computadoras: les han robado la paz.